Un reino desvertebrado y fragmentado en tres grandes espacios
políticos excesivamente autónomos (adelantamiento, marquesado y
encomiendas santiaguistas) fue el territorio idóneo para que los
particularismos locales cobraran fuerza. De hecho, sólo la nobleza
gobernante mantuvo conciencia de la unidad regional, por descansar
sus intereses en el dominio político de todo el conjunto mas allá de
sus respectivas zonas de residencia. La mayoría de los linajes
nobiliarios residían en la capital del reino y, desde ella,
desempeñaron sus cargos políticos en las fortalezas del
adelantamiento, en las encomiendas de las órdenes militares o en las
tierras del marquesado, dependiendo de las lealtades vasalláticas de
cada uno de ellos. De esta manera, en la mayor parte de los pueblos
de la región hubo una autoridad superior foránea que ejerció su
poder frente a las instituciones locales, limitándolas en sus
prerrogativas e imponiéndose a ellas en la mayoría de las ocasiones.
Fue el caso tanto de los comendadores y de sus alcaides en las
encomiendas como el de los alcaldes mayores y alcaides de fortalezas
en las poblaciones de realengo, quienes habitaban normalmente en la
capital y eran percibidos por sus subordinados como personajes
ajenos a la comunidad de vecinos. De este modo, la capital murciana
fue sentida como un elemento de dominación, por estar en ella
establecidos la totalidad de los poderes regionales.
Otros factores se añadían en el fortalecimiento de los
particularismos locales. La frontera convirtió a las villas
amuralladas en núcleos aislados, abandonados la mayoría de las veces
a su propia suerte. Las solidaridades comarcales para la defensa
común frente a los granadinos fueron sustentadas por el poder
regional y por la Corona castellana pero no siempre se mostraron
eficaces; de hecho, en la diaria aventura de hacer frente a un
inesperado ataque musulmán, cada pueblo hubo de estar preparado para
la autodefensa. No sorprende, por ello, que los más gloriosos
recuerdos lorquinos sobre sus victorias en la frontera fueran
aquellos en que sus habitantes hicieron frente a los musulmanes sin
ninguna ayuda externa e, incluso, como ocurrió en los Alporchones en
1452, con la negativa del adelantado de Murcia a ayudarles. El
sentimiento de soledad y aislamiento que transmitía la frontera
marcó la mentalidad de los pueblos de la región durante siglos,
afianzándoles en la idea de la subsistencia y de la autosuficiencia.
Aún más, los enfrentamientos y luchas entre la nobleza regional
desde la época de don Juan Manuel se desarrollaron siempre sobre
escenarios locales en el interior del reino, enfrentando a unas
poblaciones contra otras y llegando en ocasiones a la destrucción
mutua. Sólo en las tierras del marquesado existieron instituciones
supralocales que amortiguaron estos enfrentamientos, como fueron las
Juntas, que permitieron la existencia de ciertas solidaridades y
sentimientos de pertenencia a un espacio político común, lo que no
fue óbice para que desarrollaran fobias hacia la capital murciana
como centro político regional y para que aparecieran, también,
fuertes tendencias disgregadoras como fueron los continuos recelos
de Villena, Albacete y Almansa frente a la primacía política de
Chinchilla.
Y, en este sentido, ni siquiera el clero regional, vertebrado
jerárquicamente en torno al obispo, supo crear lazos comunes de
unión para todo el territorio, al convertirse el poder eclesiástico
en otra forma de dominio político y económico foráneo en la mayoría
de los pueblos, que asistían impávidos, año tras año, a la salida de
todos sus diezmos con destino a la capital murciana mientras sus
respectivas parroquias apenas contaban con rentas para mantenerse en
pie. El acendrado nacionalismo de los vecinos de Orihuela ante estos
hechos fue mucho más radical al estar asentados en territorio
valenciano y continuar sometidos a la jurisdicción del obispo de
Cartagena, lo que les llevó a luchar tenazmente durante todo el
siglo XV por la dotación de un obispado propio. Pero a niveles
menores, Cartagena recordó siempre como un ultraje el traslado de la
capitalidad eclesiástica a Murcia, mientras que Lorca rechazó en más
de una ocasión la política eclesiástica aplicada en su arcedianato,
lo que culminaría -ya tardíamente- en la petición de un obispado
propio. Y, en cuanto a las vicarías santiaguistas de Segura y Yeste,
sus propios vicarios -que procedían del convento de Uclés-
fomentaron las fobias hacia el episcopado murciano contribuyendo a
destruir el sentimiento de pertenencia a un territorio común.
MIGUEL RODRÍGUEZ LLOPIS
"Historia de la Región de Murcia"
(pág. 164)
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