Siguiendo la obra del
profesor Rodríguez Llopis, cuando los cristianos entran en el
Reino de Murcia, la ciudad de Murcia era su capital indiscutida, pero
«su situación durante los años
de protectorado no era la más idónea para establecer en ella
todas las instituciones de gobierno. Son años bien documentados
para la capital, cuyo protagonismo oscurece al resto de
poblaciones, pero los textos conservados dejan entrever la
existencia de un cuidadoso proyecto político aplicado por
Alfonso X sobre Cartagena […] Cartagena había sido una plaza
conquistada por las armas, y al contrario que en Murcia, no se
mantenía en ella población musulmana. Más aún, en Murcia estaba
la presencia del rey musulmán de Murcia, con un título idéntico
al que correspondía arrogarse el monarca castellano […] En las
primeras décadas del reinado de Alfonso X todo fueron proyectos
destinados a recuperar el tejido social y económico de la
ciudad, con actuaciones sobre ella propias de una capital».
Esta actitud del monarca es comprensible por ser Cartagena el
principal puerto del sur de Castilla, ya que aún no se había
conquistado Sevilla.
De entre las actuaciones de Alfonso X para Cartagena, dos fueron
las que la elevaron a categoría de Ciudad: su conversión en sede
de un episcopado y en cabeza de una Orden militar.
Según Rodríguez Llopis, «la sede episcopal de Cartagena
fue restaurada en 1250, una fecha en la que no podía ni siquiera
plantearse establecerla en la capital del reino, poblada todavía de
musulmanes. La creación de esta sede afianzaba la tradición
romanista que la monarquía castellana comenzaba a adquirir, ya que
la vinculaba con la antigüedad romana y visigoda, haciéndola
legítima descendiente de aquellas épocas […] La conversión de
Cartagena fue un proyecto magnífico para el relanzamiento económico
de la ciudad, al convertirla en centro receptor de los diezmos del
Obispado, lo que revitalizaría los mercados y estimularía el tejido
social».
Todo esto hay que situarlo en el contexto de las ambiciones
imperiales de aquel rey “que perdió la Corona por mirar las
estrellas”. Cartagena y su puerto tenían el interés que suponía
en aquel momento la expansión del reino castellano más allá del
Mar Mediterráneo hacia las costas septentrionales de África, que
se revelaron como un total fracaso tras las derrotas
consecutivas frente a los benimerines y el progresivo
fortalecimiento de este Estado norteafricano. Más aún, las
costas de Cartagena se revelaron como inseguras frente a las
numerosas incursiones de los piratas y corsarios que procedían
precisamente de las costas norteafricanas. Este detalle propició
precisamente el hecho del traslado de la sede episcopal hacia un
punto más seguro, como era en ese momento la capital del Reino,
la ciudad de Murcia, donde la población musulmana era cada vez
menor. Dicho cese del expansionismo sobre las costas de África
afectó también al poder militar, asentado igualmente en la
ciudad de Cartagena.
Sin embargo, para entonces (final del siglo XIII) «la
situación de Murcia estaba cambiando significativamente. Había
fracasado la rebelión mudéjar de 1264-66 y se iniciaba una
abierta política de sustitución de sus habitantes musulmanes por
inmigrantes cristianos. La capital del Reino reforzaba su papel
de centro político regional, aunque Cartagena fuera la sede de
los poderes religioso y naval. Además, la evolución de la
política internacional acabó por otorgar la ventaja de este
duelo a Murcia, ya que los sueños expansionistas de Castilla
sobre el norte de África se esfuman tras las sucesivas victorias
de los benimerines y la fortaleza adquirida por este nuevo
Estado norteafricano. No sólo hubo que replegarse de África,
sino que las costas mediterráneas comenzaron a sentir la
hegemonía del poder naval magrebí en forma de corsarismo y
piratería. En torno a 1282, la Orden de Santa María se
manifestaba incapaz de cumplir sus fines conquistadores y fue
absorbida por la Orden de Santiago para dedicar sus recursos a
la guerra en la frontera granadina; y el puerto de Cartagena
comenzó a verse afectado por la inseguridad que la piratería
musulmana introducía en sus costas».
«Fue un final inmediato. El poder religioso optó por
trasladarse oficiosamente a Murcia, convirtiendo la iglesia de
Santa María en nueva Catedral, y llevando con ellos las rentas
propias al Obispo y Cabildo, más las pertenecientes a la sede
catedralicia, lo que significó la ruina de la catedral
cartagenera, al quedar desprovista de sus fuentes de
financiación. Al Obispo le siguió el Monarca, que trasladó su
enterramiento a la catedral de Murcia, y la decadencia de la
Orden de Santa María produjo, finalmente, el traslado del
monasterio cisterciense al que Alfonso X situó en el Alcázar
Mayor de Murcia y en cuya iglesia de Santa María la Real fijó
definitivamente su tumba en 1277. Murcia había conseguido
centralizar todos los poderes establecidos en su Reino».
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